Las campanas por la muerte de la conversación en Twitter doblan por ti

El poeta inglés John Donne concluía uno de sus poemas con los versos: “nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti”. Ya en 1940 estas palabras sirvieron como título a la célebre novela de Ernest Hemingway y, en nuestros días, me parecen adecuadas para titular este artículo sobre aquellos que denuncian la proliferación de “trolls” en Twitter al mismo tiempo que hacen de corifeos de sus exabruptos.

la aristocracia de twitter

Día sí y día también, los más selectos pensadores de esta red social, la autoproclamada aristocracia de la intelectualidad tuitera, se rebelan contra el –según ellos- romo nivel del debate en Twitter. En su opinión, muy “reverteriana”, todos –o muchos o la mayoría- de los frecuentadores de este bar digital somos pobres diablos, con un mínimo conocimiento del mundo, que buscamos en él nuestro momento de fama o un poco de cariño para mitigar nuestra soledad. Los mimos de la abuela.

Entre las cuatro paredes de nuestro cuarto pergeñamos nuestro plan para dominar el mundo, cuya primera fase para por conseguir retuits o “me gusta” de un número creciente de incautos seguidores. Vamos, como Trump pero sin su flequillo imposible ni su ejército de propaganda digital.

Indignados, estos aristócratas tuiteros comparten en la red su rechazo a los desmanes dialécticos de trolls o, más allá, de cualquiera que exprese una idea cuyo fondo y forma no coincida con lo que ellos consideran como enriquecedor. Añoran los tiempos de sus tertulias –esas a las que nunca asistieron- en el Café Gijón y, claro, esta plataforma digital se les queda corta frente al vetusto salón con mesas de mármol y camareros correteando tras una pajarita. Buscan en Twitter el perfil de Jardiel Poncela y, claro, no lo hallan. Suspiran.

hordas de iletrados enfurecidos

Confieso que supe de la existencia de Salvador Sostres por los comentarios de repulsa hacia su trabajo de quienes querrían que nadie leyera o escuchara sus filípicas. Paradójicamente, expresaban su enfado compartiendo las cosas del susodicho. De la misma forma, me entero de la existencia de tal o cual energúmeno en Twitter cuando alguien comparte sus tuits para expresar su repulsa hacia él y sus majaderías. Y ese “alguien” suele ser precisamente el que, unos tuits antes, se quejaba de que la red social está siendo invadida por hordas de iletrados enfurecidos.

El caso es que, puestas así las cosas, no puedo evitar preguntarme qué razón lleva a estas personas a seguir sufriendo en esta red social, con lo fácil que es abandonarla. Quizás, como el resto, vean en ella una especie de termómetro sociológico que les permite conocer mejor el mundo en el que viven, aunque les produzca pavor.

monólogo a dos voces

Y está bien así, pero dada su calidad como pensadores y capacidad para liderar la opinión del vulgo, uno no puede evitar culparles en buena parte de esta supuesta deriva tuitera hacia los abismos de la irrelevancia intelectual, cuando no la más grosera estupidez. Tanto dirigir –a veces con razón- su índice acusador hacia tuits rechazables hace que su dedo -ese que señala la dirección en la que muchos miran- eclipse lo que, de bueno, también ofrecen las redes.

Porque estas no dejan de ser un reflejo de la naturaleza humana, tan dada a convertir el diálogo en un monólogo a dos voces y a arrellanarse en el mullido sillón de las creencias compartidas.  Ya señalaba aquí mismo Juan Soto Ivars, autor de «Arden las redes», que en ellas «se activan dos mecanismos peligrosos que llevamos instalados en el disco duro: el sesgo de confirmación, que alimenta nuestros prejuicios, y la disonancia cognitiva, que, como explica muy bien Jon Ronson, nos convierte en jueces crueles e implacables».

Por ello, porque esta tara la llevamos de serie «en nuestro disco duro», volvamos a los versos del poeta que daban comienzo a este texto, y pensemos que, quizás, debiéramos entre todos –también los excelsos solistas que no se sienten parte del ruido – contribuir al buen uso de las redes, que son lo que somos todos, incluidos ellos. Como primera medida, no estaría mal no castigarnos tanto y condenar al ostracismo a los que hacen un uso torticero de estas herramientas digitales, incluidos algunos de los aristócratas de los 240 caracteres. A estos, por pesados.

Porque si Twitter, o Facebook, o el bar de la esquina se llenan de vociferantes todólogos está en nuestra mano ignorarles o acallarles mediante el razonamiento fértil y el diálogo sosegado. Y puede que así, Lorenzo Silva, vuelva a Twitter.

Imagen: Pixabay

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