Relato de verano: “Sé testigo de la historia gracias al cronovisor”

—¿No te has cansado de oír que la historia está de moda, que la gente se pirra por el pasado? Y en apariencias es cierto: por donde mires la nostalgia campa a sus anchas, y triunfan los melodramas sobre las andanzas de héroes, heroínas y transhéroes en los tiempos revueltos del fascismo, el mayo del 68, el 15M… ¡La historia es cool, es entretenida! Nos lo creímos y fue nuestra perdición.

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El autor de este relato, Pablo Francescutti, Sociólogo, profesor e investigador en la URJC

—Sí, desde luego no me refiero a la mirada de ojo de pájaro de la historia académica, atenta a las fuerzas subterráneas que impulsan o frenan las transformaciones, a las estadísticas de producción de cereales, al progreso en la hidráulica del molino de viento y demás sutilezas. A las masas les fascina otra cosa: los grandes acontecimientos consumados a bombo y platillo junto con sus protagonistas individuales. No entro a juzgar su interés por esos hechos y por el famoseo del pasado; en términos comerciales me basta con que prefieran saber de dónde venimos que conocer adónde vamos.

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— Tal cual. Y sobre ese dato fundamos CronoTours. El otro factor decisivo, ni falta hace decirlo, fue la invención del cronovisor. Bien sabes -y si no lo sabes consulta la Wikipedia- que antaño se especulaba que la Tierra funciona al modo de una emisora permanente de televisión en 3D. Partiendo de la premisa de que las imágenes son energía, y por lo tanto nunca desaparecen, teóricos visionarios pergeñaron la hipótesis de que las ondas visibles y sonoras generadas por la humanidad en el correr de los siglos -la huella electromagnética de los hechos pretéritos- subsisten “flotando” en rincones cósmicos accesibles a través de un Agujero de Gusano. Mediante un ingenioso sistema de refracción basado en el aprovechamiento de los espejos solares del telescopio espacial Webb, el cronovisor recupera esas ondas y, a partir de ellas, recomponer las imágenes y sonidos originales. Tenemos así una máquina del tiempo visual, o, si quieres, un televisor que sintoniza con el pasado.

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—Algo así, pero el Paladir es una ficción de El Señor de los Anillos; esto es ciencia pura y dura. Y tanto que los historiadores se abalanzaron sobre el cronovisor para fisgonear en el pasado con propósitos académicos. Me consuela decir que fuimos los primeros en adivinar su valor turístico. Pero los prototipos existentes eran pequeños y de baja resolución; solo instituciones como el Centro de Cuántica y Subpartículas Elementales disponían de recursos para desarrollar modelos de mayor potencia. Apremiado por amortizar su inversión en el aparato, el Centro nos cedió tiempo de uso a cambio del pago de un canon, y pronto nos hallamos en condiciones de organizar viajes al pasado. Claro que hablo en un sentido figurado, porque ningún “viajero” se desplaza un segundo del presente; simplemente se sumerge en la vívida “película” montada mediante el cronovisor.

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— Claro, tuvimos que diseñar un software especial. Ten en cuenta que el cronovisor limita al observador a la contemplación pasiva del pretérito. El cuñado de uno de mis socios, un tío muy manitas, superó esa limitación adosándole un dispositivo de Realidad Virtual. De esa manera, el cliente acudía a nuestra sede, se acomodaba en una de las butacas emplazadas en una plataforma, se colocaba los cascos, los guantes y los sensores, y accedía al escenario histórico indicado. Realizaba de tal modo un “viaje al pasado” en condiciones de máxima seguridad, sin correr el riesgo de ser espachurrado por un vikingo enardecido, o de pisotear un escarabajo pelotero y a su regreso al presente verse condenado a aguantar un primer ministro xenófobo, racista, misógino y cantante de reggaetón… Sin moverse del asiento podía deambular por el lugar de los hechos sin ser percibido por los personajes en escena. Esa sensación de invisibilidad constituía gran parte de la emoción.

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—Espera, no te adelantes, antes quiero contarte el viaje piloto. Te confieso que barajamos enviar a los voluntarios al Titanic, a la última noche de su fatídica travesía, pero nos pareció que una experiencia tan angustiosa podía resultarles demasiado fuerte. Nos decantamos por mandarlos cerca, por así decir, al Edimburgo del año 2025, a presenciar la declaración de independencia de Escocia. Reunimos un grupo de 24 personas, un número suficiente para garantizar una interacción adecuada entre ellos y a la vez asegurar la rentabilidad, más un guía encargado de explicar los acontecimientos que se desenvolvían pacíficamente frente a ellos; de paso nos embolsamos el subsidio para la contratación de doctores con más de veinte años en el paro. Un éxito completo: los participantes no cabían en sí del gozo por su inmersión en un evento visto de lejos en los telediarios.

cronovisor. Titanic

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—Te equivocas, ése fue el segundo, nuestra puesta de largo fue un viaje al nacimiento de la Era Moderna: la caída de Constantinopla. En realidad, el reclamo no era tanto el evento en sí como la visión inédita de la maravillosa capital del Imperio Bizantino, pues quien ha visitado Estambul se sorprende de las escasas huellas que han sobrevivido de aquella urbe. El itinerario comenzaba el 29 de mayo de 1453, pocas horas antes del desenlace, en el campamento de los sitiadores, junto a la fastuosa jaima de Mehmed II y sus baterías de bombardas; y continuaba con una caminata a las murallas. Un detalle importante que resolver: ¿cómo franquear las fortificaciones cerradas a cal y canto? Podíamos hacerles atravesar los muros sin más, pero así arruinaríamos el efecto realista; ¡una cosa es saberse invisible y otra muy distinta es sentirse un fantasma! En fin, valiéndonos de un software de animación insertamos una escalera  —una chapuza, lo admito— y con ella los subimos a las almenas. Después de recorrer los adarves… ¿qué son los adarves? Coño, los corredores situados arriba de las murallas. ¡Qué poco sabes de arte militar! Bueno, luego venía el paseo por la ciudad y el puerto de mármol, y culminaba frente a la puerta principal, hoy llamada Top Kapi. La excursión estaba programada para acabar segundos después de su voladura, justo con el ingreso de los turcos. Queríamos ahorrarles la degollina, las violaciones, el baño de sangre habitual o sea.

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—¿Perfil de los viajeros? Cada uno de su padre y de su madre: el erudito autodidacto que se negaba a creer lo que veía, empecinado en que los cañones otomanos debían ser de tales y cuales dimensiones; la pareja de recién casados que reñía porque él quería ver la matanza con pasión futbolera, y ella pretendía arrastrarlo al palacio imperial, a los aposentos de la emperatriz, al mercado; el solitario que se apuntó porque le dijeron que estos viajes se liga en cantidad; el criticón que tachaba a bizantinos y otomanos de sucios, brutales y dogmáticos; el turista en continuo orgasmo por el momento único que estaba viviendo; y el enganchado a las redes que sufría mucho por no poder colgar en su biopic vistas del hipódromo. Lo importante es que todos “retornaron” hablando maravillas de la vivencia. Y eso que no era barata, aunque resultaba competitiva respecto de destinos de alto standing como las fosas lunares, los spas del Ártico o los satélites del vicio.

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—Sí, publicidad boca a boca, la más eficaz a fin de cuentas; gracias a ella el tráfico en nuestra web se disparó. Acuñamos un eslogan: “Sé testigo de la historia: el pasado como nunca lo viviste”, y nos lanzamos a comernos el mercado con una baza imbatible: la Crucifixión. No me negarás que era un reclamo ecuménico, atractivo para cristianos de todas las confesiones, judíos ávidos por desmentir la culpa que se les atribuye en el deicidio, y también musulmanes, pues Jesús es uno de los profetas reconocidos en el Corán. Apostamos a que nos arrancarían los tickets de las manos, y no nos equivocamos: en un abrir y cerrar de ojos se vendieron los 25 billetes disponibles y decenas de miles de solicitudes colapsaron nuestra central de reservas. ¡Nos las prometíamos tan felices!

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—Qué va, ningún fallo técnico, todo funcionó como un reloj atómico. Por cautela, siempre hacíamos un visionado previo. En este caso era clave cerciorarse de que la ejecución tuvo lugar, pues aún se debate si Jesús existió. Pues sí, existió y lo crucificaron en el Gólgota, confirmado. Y a la Jerusalén del año 30 de nuestro era enviamos a los inscritos. El recorrido se iniciaba al pie de la colina y culminaba en la cima, con la muerte del Salvador. Las cosas empezaron mal; el Vía Crucis era una birria comparado con cualquier procesión de la Semana Santa; nadie cargaba cruz alguna (los maderos aguardaban arriba de la colina) y la escasa asistencia creaba un ambiente desangelado. Los apóstoles brillaban por su ausencia; solo algunos curiosos, soldados y niños…. Los críos eran los peores, los que más disfrutaban del espectáculo y apedreaban a los cinco reos (porque no eran tres, sino cinco, según se pudo ver). Hubo quien se quejó al guía porque les permitiéramos presenciar el suplicio, ¡cómo si se tratase de un guión nuestro! Nadie atinó a identificar a la Virgen, a Santa Ana, o a Magdalena (nadie quiso asociarlas a la viejecilla desdentada que observaba la ejecución acurrucada a distancia prudencial del patíbulo). La cruz, por otra parte, era de baja altura, quedando los condenados a la altura de una persona.

Pero la gran decepción fue Jesús. Ya sabes, nos hemos acostumbrado a imaginarlo alto y esbelto, de barba cuidada, torso lampiño y mirada beatífica; en cambio, el condenado que se resistía como gato panza arriba era bajito, cuarentón (los 33 años de edad eran otro mito), con una barba de chivo entrecana, un labio leporino torciéndole la cara, y encima ¡tuerto! Desnudo, hirsuto, la piel pegada a los huesos, clavado a la cruz por las muñecas y los talones, ¡parecía tan poca cosa! Nuestro chisme de Realidad Virtual contaba con traductores automáticos de arameo y latín para que los usuarios entendieran todo, pero no escucharon salir del Redentor ningún reproche a su padre por abandonarle, y sí muchos tacos contra Herodes, los romanos, y los cabrones que se regodeaban con su martirio… Súmale la demora por falta de clavos, que obligó a enviar un soldado en busca de repuestos; y después la agonía, pues en vez de las tres horas referidas en los Evangelios, el Hijo de Dios tardó ocho en exhalar el último suspiro. Para matar el tiempo el guión los condujo al Templo de Salomón, que les supo a poco, pese a que la tradición judía deja bien claro que era una réplica inferior al original. Para más inri, cuando retornaron al Gólgota, en el letrero encima de la cabeza de Jesús no figuraba el INRI famoso, sino la inscripción Iesus Nazaremos Seditiosus. Poco que ver con el relato bíblico, en definitiva.

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—No, no hubo forma de calmarlos, uno hasta amenazó con denunciarnos por blasfemia. Pero lo que nos hicieron polvo fueron las vistas tomadas furtivamente. Por tratarse de Realidad Virtual, era prácticamente imposible que los viajeros registrasen las imágenes y sonidos percibidas. No contábamos que uno de ellos portaba un ojo biónico por prescripción médica; pues bien esas prótesis disponen de microcámaras y con ella grabó los estímulos visuales (no los sonoros, claro está). Con nocturnidad y alevosía, las difundió por la Mensajería Universal. Los planos del desvalido y torvo Jesús echaban atrás al más pintado, y nos cancelaron todas las reservas.

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—Espera que ahí no acaba la cosa: el tiro de gracia fue la apertura de Tempo Park, “El mayor espectáculo de la historia”. Claro, no íbamos a ser los únicos en querer explotar el cronovisor. Para nuestra desgracia, nos enfrentábamos a un conglomerado hipermediático con recursos fuera del alcance de pequeños emprendedores como nosotros. De entrada, encargaron estudios de mercado que les informaron al detalle de la historia que el público anhelaba revivir. Por otra parte, manejaba un modelo de negocio totalmente distinto: un parque temático de la historia a lo bestia.

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— Te lo explico: las imágenes del cronovisor eran mera materia prima para sus shows de historia perfectamente editada, sin tiempos muertos y toda la parafernalia. Para dejar las cosas claras desde el principio se estrenaron con “su” Crucifixión. Al cliente le ofrecían una Pasión como Dios manda, con la oportunidad de participar en distintos roles: como samaritano, ayudando al Mesías a cargar la cruz; como soldado romano, hiriendo a Jesús con una lanza; como Judas cargado de denarios; o acompañante plañidera de la Virgen, una Madonna de belleza serena, calcada de la pintura renacentista, por cierto mucho más joven que su avejentado hijo. Y dado que el sonido directo era muy pobre —jadeos, alaridos, ladridos y juramentos de la soldadesca— lo sustituyeron por una banda sonora de trompetas celestiales y coros angelicales, ¡aleluyas y hosannas a tutiplén! Por si fuera poco, permitían sacarse selfies al pie del madero o en la cuesta del Calvario, cogiendo por el hombro al Cristo ensangrentado. Y por un costo adicional era posible asistir a la Resurrección.

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— No pudo irles mejor: las comitivas volvían encantadas; ¡el Santo Sínodo lo recomendó como ejemplo de historia sagrada para la familia! Después de ese batacazo ya no los paró nadie. Mientras las multitudes hacían cola para subir al Gólgota, lanzaron el siguiente programa: ¡Tierra, tierra!: una visita a la carabela Santa María para acompañar a Colón en el desembarco en Guanahani. Hubo una incursión didáctica al Paleolítico Medio, El descubrimiento del fuego, centrada, te lo puedes imaginar, en la primera fogata encendida en un abrigo rocoso en la China prehistórica, con ataque de tiranousario rex incluido (el rigor histórico no es algo que desvele a los programadores de Tempo Park); pero si sacas la cuenta, verás que al final optaron por atiborrarles de carnaza, o sea batallas y hazañas militares. Con Los últimos días de Moctezuma se forraron. Oye, es increíble la cantidad de peña con ganas de ponerse el yelmo de conquistador y cepillarse aztecas a mansalva. Total, el público salía fascinado de sus distintos recorridos; muchos querían repetirlos cambiando de rol.

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—¿Qué podíamos hacer? Intentamos perseverar en nuestra programación ciñéndonos a la historia verídica. Para el siguiente viaje, Petrogrado: Octubre de 1917, apenas reunimos el aforo mínimo; solo se nos apuntó un puñado de historiadores conservadores empeñados en acopiar pruebas contra el mito revolucionario. In extremis, ofrecimos un sesión en las bacanales romanas de Heliogábalo, un guiño al público LGTB, pero ¿quién se conformaría con ser testigo de una orgía cuando Tempo Park te ofrece protagonizarla? La siguiente función, Un día con Miguel Ángel en la Capilla Sixtina, no se llegó a realizar. Estábamos perdiendo dinero y no nos quedó otra que cerrar Cronotours.

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—¿Y ahora? Pues a reciclarse, chaval. Me han fichado en una agencia de Noticias Creativas: los lectores me indican cómo quieren los hechos y quiénes deben ser los buenos y los malos, y con esas pautas elaboro las informaciones. ¡Cómo mola darles el gusto! ¡Este sí es un trabajo agradecido!

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