Se llama dicloruro de cromo pirazina, mejora al grafeno y puede revolucionar la electrónica

El grafeno ha muerto. Larga vida al grafeno. O eso piensan algunos expertos. Lo que sí es cierto acerca de este material de Dios, sobre el que ya se han escrito ríos de tinta, es que su lugar de privilegio le ha sido arrebatado. Ya no cuenta con esa primera posición de «primer material aislado atómicamente en una sola capa».

De la gran familia de alótropos bidimensionales —a saber, disulfuro de molibdeno, borofeno, estaneno, carbino, siliceno, fosforeno, germaneno…— surge un nuevo rival, un material de resistencia análoga, magnífico conductor de electricidad y bloqueador de calor: el dicloruro de cromo pirazina

Un material que puede cambiar la historia de la electrónica moderna, el cual permite «modificar sus propiedades físicas y químicas», según Kasper Steen Pedersen, profesor del equipo que ha logrado sintetizar este nuevo material en la Universidad Politécnica de Dinamarca.

TODO COMIENZA CON UN CRISTAL

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Viajemos al pasado. Al más remoto, de hecho. La revolución tecnológica comenzó con un vidrio. Con vidrio volcánico, para ser exactos. Nuestros antepasados descubrieron que la obsidiana era una maravilla para fabricar herramientas, que era útil para cortar piel, ramas o lo que fuera que necesitábamos cortar.

Desde entonces —hace más o menos millón y medio de años—, hemos ido evolucionando y atendiendo al progreso por medio de minerales cada vez más sofisticados.

Fue Jack Kilby, de Texas Instruments, quien presentó el primer circuito integrado. O chipset, como se conocería ahora. Fue un agradable 12 de septiembre de 1958, y su placa estaba compuesta principalmente por germanio. Elemento químico de número atómico 32, otro cristal semimetálico de un banco grisáceo. Aquel día se dio uno de esos «grandes pasos para la humanidad». O para la industria electrónica, a decir verdad.

ABRAZANDO LA TRIDIMENSIONALIDAD

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Desde entonces hemos especulado con toda forma de chipsets, introducido potentísimos procesadores en teléfonos de cinco pulgadas —el mismo procesador que 30 años antes montaba una torre de control tan grande como 20 lavadoras juntas— e incluso, como diría el propio ingeniero de Intel Mark Bohr, soñado con chips insertados en nuestra piel o cerebro gracias a la miniaturización total. «En 20 años no se hablará de cuántos transistores se pueden meter en un chip sino en un volúmen cúbico», vaticinó Bohr.

La computación cuántica, no como buzzword sino como teorema, había nacido. Ya saben, si el bit es la medida mínima de información en la informática tradicional, el qubit es la medida de la computación cuántica. Ya no hay unos y ceros, sino la superposición de ambos, largas cadenas tridimensionales de valores únicos, y nada de largas cadenas en dos dimensiones, sino la proyección de cálculo en paralelo sin necesidad.

Pero toda esta teoría maravillosa que dispararía la potencia de los ordenadores, que solventaría la desencriptación de nivel 128-bits en cuestión de horas, ha tenido que hacer frente a problemas reales. Problemas básicos de flujo eléctrico, de cómo contener y distribuir la información sin volatizarla. En una escala de nanómetros, los electrones se escapan de los canales por donde deben circular. Efecto túnel, lo llaman.

Y a esto habría que sumar los complejos dispositivos de refrigeración que requieren los dispositivos cuánticos, entornos de vacío a -273 grados centígrados.

LA GENERACIÓN DEL SILICIO

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El silicio condujo la segunda gran revolución. Silicon Alley, en Manhattan, debe su nombre a la sede de las grandes empresas de la informática, un callejón donde se concentraba toda la investigación de IBM y otras tantas que diseñaban las obleas llenas de transistores del futuro.

Nunca sabemos de dónde vendrá la próxima big thing, pero está claro que hay que buscarla. Que la inspiración te coja trabajando. En los 70, los enamorados de los paneles solares, hippies californianos que creían en las economías ecosostenibles, fueron seducidos por nombres como John Schaeffer, empresario y coleccionista de arte australiano que se presentó entre todos esos alternativos llevando viejas placas fotovoltaicas de la NASA. Allí se gestó la primera fiebre del sol, en una de las ciudades más soleadas de todo América.

Pero aquellas placas eran carísimas, una verdadera fortuna solo para los bolsillos más onerosos. El silicio demostró sus utilidades prácticas e hizo bajar los costes generación a generación. Hasta el mínimo actual, donde el precio de kilovatio/hora ha empezado a expulsar combustibles fósiles como el carbón y el gas natural de algunas empresas y núcleos urbanos.

En suma, el silicio cambió la informática y, de paso, nuestra forma de interactuar con la energía.

ORDENADORES CUÁNTICOS POR GRACIA DE LA PIRAZINA

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En Nobbot hemos hablado de la computación líquida y las distintas propuestas de futuro. La alternativa del equipo dirigido por Kasper Steen Pedersen promete dos evoluciones en una: paneles de flexibilidad asombrosa, de un milímetro de grosor, pero también la posibilidad de recombinar átomos para crear estructuras tridimensionales estables.

El talón de Aquiles del grafeno reside en su caprichosa malla de átomos. En ella no podemos elegir sustituir átomos de carbono por otro tipo de material. Realmente podemos, pero sus capacidades y virtudes caen hasta valores que hacen ridículo invertir en grafeno como gran solución.

El citado chromium-chloride-pyrazine, o compuesto por dicloruro de cromo pirazina —material estratificado híbrido entre orgánico/inorgánico— tiene el mismo espesor que el grafeno. Otorga, por tanto, posibilidades similares pero con mejores propiedades como candidato para la construcción de hardware de ordenadores cuánticos. Un material que propone nuevas formas de construir superconductores, pero también catalizadores o baterías.

En una batería normal se realiza un intercambio de carga negativa por carga positiva. Los electrones son excitados y, tras un buen rato conectado a la corriente, en tu smartphone pasa de figurar un 0% a un 100% de carga. Las baterías cuánticas utilizan la propiedad espingrónica (o magnetoelectrónica), por la cual el giro y la propia conducción de la corriente es usada para una carga ligera mediante magnetización.

Esto es básico en el principio de la computación cuántica. Un semiconductor habitual muestra dos estados habituales —el binario 1 o 0, cargado o descargado—. Los espines pueden lograr distintos estadosmediante superposiciones de 0 y 1, representando muchos más de estos dos valores. Mayor potencia y rendimiento, por supuesto, en el mismo espacio físico. Ya lo dijo Mark Bohr, es hora de pensar en informática tridimensional.

En Nobbot | Computación cuántica para dummies: del superdonador D-Wave a la última novela de Dan Brown

Imágenes | Unsplash

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