Todos somos migrantes en busca de un infierno más habitable

Unos días al año, con la llegada del verano, mi “familia francesa” volvía a España haciendo parada en Madrid antes de dirigirse a la costa. Mi tío, al volante de su flamante Citroën Tiburón, apenas visto en la España de los setenta, causaba la admiración en el vecindario. Los chavales corríamos junto al coche imitando la música de la película de Spielberg que tantos gritos generaba, durante esos años, en los cines de sesión continua que abrían sus puertas en el barrio. “Chan, CHAN, chan, CHAN, chan, CHAN”…En el Astoria, el Extremadura y el Lisboa algunos desarrollamos cierto miedo a las profundidades marinas que nos ha acompañado durante toda nuestra vida. ¿El agua?, bien pero hasta la barbilla.

Cuando aparcaba, los vecinos se asomaban a los balcones mientras dábamos la bienvenida a tan exóticos parientes: mis tíos, mi primo y su mujer francesa, una belleza pelirroja de ojos claros casi tan insólitos para nosotros como el automóvil del que descendían sus pálidas y larguísimas piernas.

dulces franceses

Sin embargo, lo que más impresión nos causaba a mi hermano y a mí eran los dulces franceses que siempre nos traía nuestra tía, en especial unos caramelos masticables, de café o de chocolate, que se quedaban tan pegados a los dientes que costaba abrir la boca -¡qué risa!-. Recuerdo también las cajas de hojalata pintadas con viejas estampas parisinas llenas de galletas de mantequilla.

Estábamos convencidos de que Francia tenía que ser el mejor de los países y París un paraíso en la Tierra. Sin embargo, la majestuosa sombra de la Torre Eiffel no se proyectaba sobre el suburbio en el que vivían nuestros familiares junto a miles de emigrantes, españoles y portugueses, llegados a Champigny-sur-Marne en busca de fortuna, durante los años 60 y 70.

El dulzor de los caramelos y el intenso olor de los perfumes parisinos apenas disimulaban el olor a la lejía que mi tía usaba para limpiar en lujosas casas mientras las “madames” se reían de su acento. Tampoco ocultaban el tufillo a barniz que desprendía mi tío, del que parecía imposible desprenderse tras largas jornadas de trabajo en una ebanistería. Solo paraba de lijar, clavar, martillear, o encolar cuando sonaba Raphael en Radio France.

migrantes en busca de un… ¿paraiso?

Recuerdo con frecuencia esas imágenes del pasado al contemplar el drama de los migrantes que huyen de un hogar que ya no es suyo, pues ha sido invadido por la miseria o la guerra.  Y pienso en el flamante coche de mi tío y en los caramelos de mi tía…y deseo a todas las personas que se ven obligadas a cruzar fronteras que puedan rehacer su vida como hizo mi “familia francesa” y que, alguna vez, puedan regresar a su país con algún regalo para los que dejaron allí. Pedazos de un paraíso que quizás solo sea otro infierno menos ardiente; un infierno habitable, que no es poca cosa.

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Imagen: Pixabay

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