Por lo general, una comida nos gusta porque sabe y se ve bien, tiene un olor agradable y la textura adecuada, según nuestra cultura. En Asia, gustan sobre todo los ‘platos Q’: los que tienen una textura elástica y vigorosa a la vez, viscosa y gomosa. En Europa y Estados Unidos, sin embargo, preferimos los alimentos crujientes.
La periodista Alex Beggs ha escrito sobre la preferencia occidental por los alimentos crujientes en la revista gastronómica ‘Bon Appétit’. En inglés existen dos términos onomatopéyicos para indicarlos: crispy y crunchy. Entre los primeros se encuentran las patatas u otro tipo de verduras fritas, las chips, mientras que los segundos incluyen los cereales y los nuggets de pollo. Los crispy se muerden con los dientes frontales, los crunchy se mastican con los molares.
La demanda de alimentos crujientes, también inducida por la publicidad, está creciendo. En Estados Unidos, el uso de las palabras crispy/crispiness en Yelp, una plataforma de reseñas de restaurantes, ha aumentado en un 20% durante la última década. En unos 7.000 menús estadounidenses analizados por el académico de la Universidad de Stanford (Estados Unidos) Dan Jurafsky, ‘crispy’ es el adjetivo más utilizado. Los investigadores encontraron que las personas consideran que los alimentos crujientes son más «cautivadores» y «agradables».
Los estudios sobre la textura crujiente se iniciaron en la década de 1950 en los laboratorios de General Foods. La primera científica en tratar la cuestión en profundidad ha sido Alina Szczesniak, quien desarrolló un protocolo, que se sigue utilizando, para analizar la consistencia de un alimento. Es una escala que tiene en cuenta ocho propiedades, como la dureza y la elasticidad, medidas desde el momento en que un alimento entra en la boca hasta que se ingiere.
El gusto por lo crujiente varía entre hombres y mujeres
Según Szczesniak, lo crujiente parece jugar un papel particular en la sensación de saciedad: nos impulsa a seguir comiendo. Para medirlo, se considera la fuerza que debe tener un bocado para romper un alimento. En sus experimentos, Szczesniak utilizó tanto personas como algunas máquinas que ella misma inventó. Por ejemplo, el texturómetro, una boca mecánica con cuchillas en lugar de dientes. Empresas como Frito-Lay, que produce snacks y patatas fritas, siguen utilizando texturómetros.
El gusto por lo crujiente varía entre hombres y mujeres. Un estudio de 2015 de la Universidad de Arkansas (Estados Unidos) encontró que las mujeres prestan más atención a la textura, especialmente a la de los alimentos crujientes. Los hombres, por otro lado, se centran más en el color y sabor. A las mujeres también parece gustarles más las patatas fritas ‘kettle‘, como ha explicado a Beggs Chris Cioffe, vicepresidente de investigación de PepsiCo.
Las patatas fritas se diferencian por el método de cocción. Las tradicionales se fríen en grandes cubas cerradas llenas de aceite a 180 º C. Absorben entre un 25 % y un 30 % del mismo, por lo que es necesario añadir aceite de forma continua a la misma temperatura, lo que empuja las patatas hacia la red donde se salan. Luego se fríen muy rápidamente a altas temperaturas en una especie de cinta transportadora.
Las patatas ‘kettle’, por otro lado, se fríen en recipientes más pequeños. Se sumergen en aceite hirviendo y luego se retiran para enfriar un poco la temperatura del aceite. De esa forma se cuecen más lentamente a temperaturas ligeramente más bajas, lo que aumenta su grosor y las hace un poco tostadas. Sin el empuje del aceite, es necesario mezclarlas con palas mecánicas para que no se peguen, obteniendo así virutas de forma retorcida e irregular.
El sonido de los alimentos crujientes
Una vez listas, las patatas fritas se introducen en bolsas que se llenan de aire enriquecido con nitrógeno para mantenerlas más frescas y crujientes. Las empresas también estudian cuidadosamente la composición del paquete, que debe hacer el ruido adecuado y desprender el olor a chips. Otro aspecto esencial de los alimentos crujientes es el sonido que producen al morderse. Beggs visitó el Sound Lounge de Nueva York, un estudio de grabación especializado en los llamados ‘foley‘, sonidos pregrabados que se utilizan en televisión, películas y anuncios. Cuando se trata de comida, un productor la rompe, la muerde o mastica y luego Sound Lounge edita el sonido enfatizando ciertos aspectos.
Finalmente, al morder un alimento crujiente, este reverbera en la boca y se extiende a las mandíbulas y oídos. Es algo que escuchamos y sentimos físicamente, y es una de las razones por las que nos gustan tanto. En 2015, la Universidad de Oxford (Reino Unido) realizó un estudio sobre un grupo de personas que mordieron 180 patatas de Pringles mientras escuchaban su ruido. Cuanto más intenso era el sonido, más crujientes parecían las patatas fritas. El mismo resultado se obtuvo en un estudio sobre el bacon, donde la textura crujiente era tan importante como el olor y el sabor. Por esto, para garantizar el mismo nivel de crujido de sus chips, Frito-Lay mide el sonido en decibelios cuando son mordidas.
Una experiencia multisensorial
Szczesniak y otros científicos argumentaron en el ‘Journal of Texture Studies’ que los humanos aprecian los alimentos crujientes desde que vivían en las cuevas. Esto se debe a que indican frescura, como la de una manzana. El descubrimiento del fuego permitió recrear esta sensación con alimentos que se volvían crujientes al chisporrotear en su propia grasa. Charles Spence, el profesor de Oxford que ha realizado el estudio sobre el sonido de las Pringles, sostiene que la clave es la «experiencia multisensorial» que ofrecen, que involucra la vista, el tacto y el sonido. Eso y que frito está rico hasta un zapato.
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