Nadie, que sepamos, ha logrado nunca huir del tiempo. Todos envejecemos. Pero no todos lo hacemos de la misma manera.
Hay quien llega a los 50 sin arrugas para luego precipitarse en el universo de las patas de gallo. Hay quien pierde el pelo en su juventud, pero aguanta sin otros sobresaltos durante décadas. Los hay que llegan rectos y en plena forma hasta los 100 años mientras otros tantos nos abandonan mucho antes de tiempo.
Los límites de la vida humana y los mecanismos del envejecimiento han sembrado de dudas la investigación médica durante años. ¿Por qué a unas personas les falla el hígado y a otras el corazón? ¿Y por qué hay quien mantiene la lucidez hasta el final mientras otros acaban sus días sin saber dónde están? Y, sobre todo, ¿podemos hacer algo por esquivar estas señales de envejecimiento o es todo inevitable? Una de las respuestas podría estar en los ageotipos.
¿Qué son los ageotipos?
Envejecer es mucho más que cumplir años. Solemos relacionar el tiempo con la vejez, pero lo cierto es que la edad fisiológica no parece estar estrechamente relacionada con la cronológica. La primera tiene que ver con nuestra biología. La segunda, con lo que dice nuestro DNI. Si la edad fisiológica nos permite mantener un nivel de bienestar y no condiciona en gran medida nuestra calidad de vida, hablamos de envejecimiento exitoso. En caso contrario, si el deterioro es excesivo, hablamos de envejecimiento patológico.
En líneas generales, todos envejecemos de forma gradual desde que nacemos. Este proceso conlleva cambios como la pérdida de elasticidad y grosor de la piel (de ahí que surjan arrugas), la disminución de la fortaleza del pelo y la aparición de canas, el decaimiento de los reflejos y la agudeza de algunos sentidos, la pérdida de capacidad pulmonar o cardiaca y cambios internos en los niveles hormonales y en el sistema nervioso.
Las razones por la que estos y otros cambios aparecen antes o de forma más severa en algunas personas que en otras son, en gran medida, desconocidas. Aquí es donde aparecen los ageotipos. Desde la Universidad de Stanford (Estados Unidos) publicaron el año pasado un estudio en ‘Nature’ que identificaba cuatro tipos concretos de perfiles de envejecimiento. Estos ageotipos corresponden con un conjunto de marcadores clínicos que determinan las pautas de nuestro camino hacia la vejez.
Los cuatro tipos de ageotipos
Para elaborar el estudio, un equipo de genetistas de la escuela de medicina de Standford analizó los patrones moleculares de 106 personas sanas (de edades entre 29 y 75) durante cuatro años. Tomaban muestras una vez cada tres meses. Algunas personas mostraban claros signos de envejecimientos mientras otras incluso parecían mejorar.
Con todas las muestras elaboraron un perfil molecular de cada individuo para, a continuación, agruparlos en cuatro tipos más amplios de envejecimiento. Son los siguientes:
- Inmune. El envejecimiento se produce de acuerdo a las respuestas del sistema inmune. Estas personas tienden a sufrir trastornos inflamatorios o enfermedades autoinmunes.
- Metabólico. Las personas envejecen según la forma en que acumulan y descomponen sustancias corporales como las hormonas o la glucosa. Tienden, por ejemplo, a desarrollar enfermedades como la diabetes.
- Hepático. El envejecimiento está unido a problemas en las funciones del hígado.
- Nefrítico. En este caso, el proceso tiene que ver con disfunciones en los riñones.
Los cuatro ageotipos principales no son compartimentos estancos. Que una persona encaje más en uno no significa que no esté recorriendo los demás caminos de envejecimiento. Además, el estudio también señala que estos ageotipos no son irreversibles. No es que la gente pudiese rejuvenecer, sino que ciertas funciones o los niveles de algunos marcadores mejoraban con el tiempo en algunas personas. En algunos casos, estas mejoras estaban ligadas a nuevos hábitos o cambios en la alimentación. En otros no tenían causa aparente.
“El ageotipo es más que una etiqueta. Puede ayudar a las personas a concentrarse en sus factores de riesgo para la salud y conocer las áreas en las que es más probable que encuentren problemas en el futuro”, explicó Michael Snyder, director del departamento de genética de la Stanford University School of Medicine. “Lo más importante es que nuestro estudio muestra que es posible cambiar la forma en que envejecemos”.
¿Dónde está el límite?
Frente al envejecimiento, la medicina siempre busca respuesta a dos grandes preguntas. Una es cómo lograr envejecer mejor, esquivando las enfermedades y manteniendo el bienestar. La otra es hasta dónde podemos estirar la vida humana. Hasta el siglo XIX, la esperanza de vida al nacer era de unos 40 años o menos. A partir de ese momento, la cifra empezó a aumentar hasta alcanzar los 73 años que vive hoy, de media, cualquier persona en el mundo. Muchos países, como Japón o España, superan la barrera de los 80, según los datos de la Organización Mundial de la Salud (OMS).
La esperanza de vida ha mejorado, sobre todo, por la reducción de la mortalidad infantil. En los países desarrollados, hoy muere menos del 1% de los niños antes de alcanzar los cinco años. En muy pocos países la cifra supera todavía el 10%. Pero la mortalidad infantil no es lo único que ha cambiado. Cada vez envejecemos mejor. Una persona que llega a los 60 años en la actualidad puede esperar vivir hasta los 84. Pero, ¿dónde está el límite?
Un estudio publicado el pasado mes de mayo, dirigido desde el centro de biotecnología Gero de Singapur, ha puesto la barrera de la vida humana en 150 años. De nuevo, la investigación se centró en marcadores del envejecimiento que influían en la llamada homeostasis, la capacidad de mantener un equilibrio fisiológico estable frente a los cambios.
Tras analizar más de 70 000 casos, concluyeron que era imposible mantener la homeostasis más allá del siglo y medio de vida. Ahora solo tenemos que esperar a que el avance de la medicina nos diga cómo llegar allí. Si es que queremos.
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